¿SABÍAS QUE…

… LA DIÓCESIS DE TOULOUSSE SE LES QUEDABA PEQUEÑA?

Que había trabajo a punta pala, nadie lo puede negar. Entre herejes, convertidos de última hora y gente sencilla deseosa de conocer más al Señor, lo cierto es que en esta diócesis francesa la lista de tareas pendientes no se reducía nunca. Y, a pesar de todo… a Domingo le venía pequeña.

La andadura de nuestra comunidad de predicadores fluía como la seda. Las clases con el maestro Stavensby entusiasmaban a todos, las reparaciones de san Román ya estaban concluidas, contaban con el apoyo del obispo Fulco… Vamos, que era el momento perfecto para sentarse a disfrutar de tenerlo todo resuelto.

Pero ahí estaba el problema. A Domingo eso de estarse sentado y quieto se le daba mal. Realmente mal. Y tanta paz y tranquilidad lo único que hacían era que su cabeza se pusiese a maquinar los siguientes pasos. Porque el castellano no quería evangelizar un pueblo, ni una diócesis, ¡ni siquiera un país entero! ¡¡Su sueño era llevar el amor de Cristo a todo el mundo!!

-Poco puedo ayudaros yo en eso, fray Domingo -suspiró el obispo Fulco, cuando nuestro amigo le confesó sus inquietudes- En mi diócesis puedo daros absoluta libertad de movimiento, pero yo no tengo ninguna autoridad fuera de ella.

En efecto: para poder predicar en un lugar, se necesitaba el permiso del obispo de la zona. Y, como hemos podido comprobar en capítulos anteriores, no todos los obispos estaban muy convencidos de la utilidad de la predicación: algunos preferían la fuerza de la espada a la fuerza de la palabra, y dirigían ejércitos con más entusiasmo que el mejor de los generales.

Para ampliar la zona de acción, Domingo tendría que ir pidiendo permiso a cada uno de los obispos. Un soberano jaleo de burocracia, sin ninguna garantía de éxito. Un planazo.

-A menos que… -susurró Domingo, con la sonrisa de caballero medieval que no se da nunca por vencido- A menos que ese permiso lo dé el Papa.

Fulco tuvo que reconocer que el castellano tenía razón. Con la aprobación del Santo Padre, los predicadores podrían moverse por la Iglesia universal sin ningún problema. Con el visto bueno del sucesor de Pedro, la discreta comunidad de predicadores dejaría de ser diocesana para convertirse en una Orden reconocida por la Iglesia. Aquello eran palabras mayores.

Fulco era un tipo de lo más animado, acostumbrado a hacer frente a cualquier problema sin amedrentarse. Pero tampoco le faltaba realismo: conseguir una audiencia con el Papa no era tan simple, por no hablar de los equilibrios organizativos necesarios para emprender tal viaje…

-Cualquier cristiano cae de rodillas llorando de emoción solo con lograr pisar Roma -comentó el obispo al despedirse- Vos, fray Domingo, no solo habéis estado en Roma, sino que ya habéis tenido el privilegio de estar ante el Papa. No sé si nuestro Señor os concederá que suceda una segunda vez… Sin embargo, solo puedo animaros a orar: “Nada es imposible para Dios”. Si Él lo quiere, abrirá camino.

Y así quedó concluida la reunión. Por extraño que parezca, Domingo volvió al convento de san Román contento y feliz. Al fin y al cabo, había experimentado ya muchas veces que Jesucristo era quien dirigía sus pasos, ¡¡¡no dudaba de que pronto les indicaría por dónde seguir!!!

Ciertamente, la confianza de Domingo era inmensa. Se ve que incluso Jesucristo sonrió al ver a su predicador tan confiado, pues el Señor decidió responder… ¡¡¡a lo grande y exagerado!!!

***

Las puertas del convento de san Román retumbaron ante los golpes, fuertes y nerviosos, del exterior. Alguien llamaba con mucha urgencia a la puerta. Se trataba de uno de los criados del obispo Fulco, que solicitaba que fray Domingo se presentase inmediatamente en su casa.

Domingo acompañó al inquieto criado por las callejuelas de la ciudad. Pasaba algo muy serio, era evidente, pero nuestro amigo prefirió guardar silencio y esperar.

Fulco le esperaba en la misma sala en la que se habían reunido unos días antes. Domingo se dio cuenta de que el obispo estaba pálido, nervioso… o quizá sería más exacto decir “sobrecogido”.

-Acaban de entregarme esta carta -comentó seriamente mientras señalaba hacia su mesa.

El obispo quería mantener la compostura pero lo cierto es que no pudo aguantar más la emoción. Una enorme sonrisa, nerviosa y entusiasmada, se dibujó en su rostro.

-El Papa llama a los obispos a Roma: acaba de convocar el IV Concilio de Letrán -dijo con voz solemne. Pero, en un susurro cómplice, añadió- Nos vamos a Roma, fray Domingo… Veremos al Papa…

PARA ORAR
-¿Sabías que… el Señor también piensa en grande?
Digamos que ese deseo de Domingo de predicar a todo el mundo es una prueba más de lo que se parecía su corazón al de Jesucristo, ¡que desea que el mundo entero esté ardiendo en el amor de Dios!

Para nosotros, esta idea es de lo más cotidiana, pero en el tiempo de Jesús, ¡fue una auténtica bomba!

Cuando el pueblo elegido comienza su andadura por el desierto, el Señor les da la Ley. En ella se indica el amor a la familia, a los hijos del pueblo de Israel… y también a los extranjeros que vivan pacíficamente en el territorio, a los que amen al Señor…

Bueno, después de la larga lista de batallas por la Tierra Prometida, del amor a los extranjeros digamos que no se oía una palabra. El mandamiento del amor quedo reducido en la práctica a “los compatriotas”.

Pero, tras unos añitos establecidos en su tierra, descubrieron que el vecino igual no era tan simpático como uno desearía… y no colaboraba para que uno pudiera amarle. Total, que llegaron los fariseos defendiendo que, en realidad, el mandamiento del amor hace referencia solo a aquellos que cumplen la Ley.

Y no te lo pierdas, porque también vendrían los esenios (una secta del judaísmo), que aseguraban que el amor al prójimo solo se refería a quien estuviese dentro de la secta. ¡¡¡El círculo cada vez es más pequeño!!!

Con este contexto, gana sentido la pregunta que le plantean a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”

Y el Maestro responde, nada menos, que con la parábola del buen samaritano, es decir, ¡¡con uno que no era ni siquiera miembro del Pueblo elegido!! Un preámbulo interesante para llegar a la nueva Ley del amor: “Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen…”.

¡¡¡Estamos llamados a amar a todos, sin excepciones, sin límites!!!

Pero, por dejarlo un poco más concreto, podemos volver a preguntar al Señor: “¿Y quién es mi prójimo?”.

Copiaré aquí la respuesta de un sacerdote con mucho gracejo: “Prójimo es próximo, es decir, tu prójimo es… aquel al que le puedes dar un codazo”.

Empecemos amando a esas personas con las que tenemos confianza, esas que están tan cerca a las que podemos herir por dar el amor por supuesto… Queramos a esos prójimos tan próximos… ¡¡¡y nuestro amor crecerá para abrazar cada vez a más hermanos!!!

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