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DICHOSA TÚ QUE HAS CREÍDO

“Dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el señor se va a cumplir en ti” (Lucas 1, 45)

Hay una bienaventuranza asociada a la fe, y a quien Dios da este don de la fe, como a María, le hace ya en esta tierra dichosa, feliz.

A Pedro también le llamo Jesús bienaventurado: “dichoso tú Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo”. ¿Y qué es lo que le reveló Jesús?: La fe, como una roca, de que Jesús es el Hijo del Dios vivo.

La revelación de los misterios de Dios son el objeto de la fe y ésta los hace claros para un asentimientos sin ninguna duda. María dijo en el santuario de su corazón: “Sí, yo creo que puedo dar a luz, sin concurso de varón, al Hijo de Dios y por ello ser su Madre”, y esta seguridad, que por el Espíritu Santo, le fue revelada a Isabel, es lo que le hizo a ésta gritar en gran alborozo: “¡Dichosa tú qué has creído!”. María con esta palabra, que fue un grito en su corazón, saltó de gratitud a Dios y gritó, a su vez, el Magníficat.

La fe de María, que había permanecido oscura, después de la anunciación del ángel, ahora cobra luz propia y desborda su alma. Ella, tan pobre, que no pidió a Dios signo alguno, ahora se siente agradecida y jubilosa: Dios ha visitado así mismo su humildad... Y el fruto de esta fe es que va a cumplirse todo lo que de parte de Dios le fue revelado… Y la razón profunda es que “para Dios nada es imposible”. Dice San Agustín que “el que pudo hacer concebir a una anciana estéril, pudo hacer fecunda a una joven virgen”. ¡Y se hizo!. Y el Verbo de Dios, el Hijo eterno del Padre, nació en nuestra tierra... ¡Qué bendición tantas veces meditada en su corazón, a lo largo de los años y los días!...

Después llegó la monotonía de la vida en que parece que no sucede nada, pues Jesús bebé, niño y joven se comporta y actúa con toda normalidad. Nada extraordinario, todo vulgar, y sin embargo, el corazón de María rumiaba y volvía una y otra vez a recordar: “dichosa tú que has creído”. Su dicha iba ahondando fosas profundas en su corazón y su fe se iba haciendo tan dura y fuerte como el diamante.

Y es que cuando Dios da una fe tal, va a pedir también un asentimiento heroico en la historia de la salvación de la Virgen fiel. Ella tuvo un día que decir sí a la divinidad de su Hijo que yacía colgado de una cruz, sin aspecto humano y como un desecho de los hombres. ¡Pero aún así su fe le decía: “es Dios y es hombre”! No hay que entender para asentir: ella vio y creyó lo que de parte de Dios se le había dicho: “será grande, se llamará Hijo de Dios”…

La fe nunca queda defraudada porque al ser don de Dios, vuelve a Él, de donde había procedido y en Él encuentra su plenitud.

¡Bendito seas Señor por el don precioso de la fe!, dánosla robusta y viril, que pueda vencer todos nuestros apocamientos. Te damos gracias por la fe de María, tu Madre, por sus silencios asintiendo siempre tu voluntad; por su humildad que la hizo dichosa y bienaventurada; por su bondad porque no podía ser de otra manera en un ser tan pobre, tan humilde, tan confiado y abandonado en ti.

                       

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