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QUE NO PIERDA NADA DE LO QUE ME DIO MI PADRE

35 Les dijo Jesús: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed. 

36 Pero ya os lo he dicho: Me habéis visto y no creéis. 

37 Todo lo que me dé el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré fuera; 

38 porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. 

39 Y esta es la voluntad del que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. 

40 Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día.» (Jn. 6, 35-40)

 

El Padre entregó al Hijo toda la creación: “todo fue creado por Él y para Él”. Y la entrega del hombre fue un acto de gran liberalidad de amor por parte del Padre. El hombre fue la cúspide de su creación porque, en este ser pequeño, Dios imprimió su imagen divina y éste fue el sello que todos llevamos en nuestro ser para ser reconocidos como hijos adoptivos suyos. Nada más que el amor, le hizo crearnos así. Y es que Dios “necesitaba”, porque es amor, depositar sus bendiciones en quien podía darle gracias por sus beneficios. Éste es el hombre a quien el Hijo de Dios vino a rescatar, por la pérdida de esta amistad con Dios.

El pecado existe y es revelación de Dios. Hoy se quiere minimizar el mismo, apelando a que cuando se hace el mal, es que no se es responsable o la libertad estaba nublada. Pero es de fe que éste está en el hombre y así Jesús nos lo enseña en su Palabra: “tengo en mí esta ley que, queriendo hacer el bien, es el mal el que se me pega... ¡Desdichado de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?: ¡gracias a Dios por Jesucristo Nuestro Señor!”. Sólo Dios, en Su Hijo Jesús, ha podido destruir el pecado en nosotros. Y, creyendo en Él, nos liberamos en absoluto de esta “cadena” que nos lleva a la muerte de nuestra alma.

Jesús es también el Pan de Vida. Es nuestro verdadero alimento. Creyendo en Él no tenemos impedimento para ir a Él y vivir de continuo en una presencia activa, porque, en nuestros menesteres y ocupaciones,hemos puesto más allá de las mismas nuestra morada en Él. Me gusta repetirme, cuando acabo de comulgar el Cuerpo de Cristo: “¡¡estoy habitada, estoy habitada! Es un “huésped divino” que me reclama todo el amor y entrega de mi corazón. Su morada y la mía son únicas. Él está siempre presente para saciar mi hambre y mi sed. Éstas son necesidades primarias en el hombre, así como hacerme ver Quién me reclama todo el amor.

Somos aquellos a los que el Padre entregó a Jesús para que fuéramos salvados por Él. Y, Él no se descuida de protegernos, pues quiere devolver esta “prenda preciosa” a su Padre, no como estábamos antes de conocer a Cristo, sino ahora que ya somos suyos. Y el final de toda esta aventura gloriosa, es nada menos que nuestros cuerpos y almas resucitadas: ésta es la gloria del hombre y con la que glorificamos a Dios asegurándole que “todo lo ha hecho bien”. Que no sólo ha hecho una obra poderosa en su creación, sino también muy bella en su totalidad. Porque, bien, verdad y belleza, en Dios, se identifican. Son atributos totalmente divinos...

Tomar el Evangelio de San Juan en nuestras manos es entrar en una atmósfera totalmente sobrenatural. Pero no por ello vamos a quedarnos fuera de él con espíritu cobarde y pusilánime. Haremos como María, Nuestra Madre, que “guardaba todo y le daba vueltas en su corazón”, para más amar, cuanto más comprendía la misión de Jesús y la suya. Nosotros, que queremos orar y acercarnos con temor de Dios, a todos los Misterios de la vida de Jesús y también de su vida en la Gloria de la Trinidad Santísima, guardaremos gran silencio interior y, “hecha nuestra cama” en la “celda interior”, escucharemos en vela y atentos, ¿qué quiere decirme y cuál es su voluntad sobre mí?: “!Habla, Señor, que tu siervo te escucha!”, “¡habla ya Jesús!”¡Amén! ¡Amén!

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